Las patas cortas de las mentiras mineras. Primera Parte.Por Horacio Machado Araoz

sábado, 22 de marzo de 2008

Para justificar el aberrante proceso de destrucción ambiental y expolición neocolonial que implica el ‘negocio’ minero contemporáneo, el discurso oficial minero (que aúna de manera patética a mercenarios del conocimiento, funcionarios públicos y empresas privadas) recurre sistemáticamente a una serie de simplificaciones, generalizaciones improcedentes y ambigüedades conceptuales tales, que ellas mismas terminan poniendo al descubierto la inconsistencia argumental y pobreza de sus razonamientos.

Veamos uno de sus ejemplos más pradigmáticos:

“Sin minería no se puede vivir”. Ésta, una de las más trilladas frases del discurso oficial minero, y uno de sus ‘argumentos’ predilectos; muestra en toda su dimensión la naturaleza de las falacias a las que recurre.

En realidad, con esta frase se pretende encubrir la naturaleza de las explotaciones mineras contemporáneas bajo la afirmación autoevidente de que el hombre, para vivir, requiere, sí, el uso de ciertos minerales. No es lo mismo afirmar que se precisan minerales para la vida humana, que decir que un determinado tipo de minería es necesaria para la vida humana. Destaquemos sus diferencias fundamentales.

Los minerales son elementos que existen en cantidades determinadas en la naturaleza (y que al ser de carácter ‘no renovables’, su continua extracción conduce al inexorable agotamiento de los mismos) y cuyas propiedades son ‘universales’ (las características y atributos intrínsecos de los minerales son siempre los mismos).

La minería, por el contrario, es una actividad humana históricamente cambiante: con el tiempo y entre las distintas sociedades humanas, han cambiado el tipo de minerales empleados, el uso y sentido social de los mismos, la forma de valoración económica, y, por cierto, la tecnología aplicada para su extracción, transformación y uso.

De tal modo, es un absurdo plantear que la minería que desarrollaron nuestros pueblos originarios sea lo mismo que la minería empleada, por ejemplo, por las ancestrales culturas orientales; ni qué hablar de la minería moderna. De hecho, la propia minería ‘pre-colombina’ sufrió una drástica transformación al momento de la conquista colonial ibérica: aún cuando eran los pueblos indígenas los que trabajaron (y murieron) en las minas explotadas bajo el dominio hispano-portugués, la actividad era ya radicalmente diferente, en su uso y sentido social, en la forma de explotación y la tecnología, en la organización social del trabajo minero y, por tanto, en la valoración y distribución de los recursos y bienes en juego.

Por su parte, la minería moderna también ha experimentado cambios sustanciales desde sus orígenes hasta nuestros tiempos: la minería de socavones, a pico y pala, aplicada a la explotación de yacimientos vetiformes, con altas concentraciones de los minerales extraídos que se practicó hasta las primeras décadas del siglo XX, es absolutamente distinta a la minería a cielo abierto con la aplicación de nocivas soluciones químicas que se practica ahora para explotar de manera ‘rentable’ los yacimientos de baja ley.

Quizás en el conjunto de simplificaciones, inexactitudes y términos inapropiados de los que se vale el discurso oficial minero para ocultar su ‘verdad’, los únicos términos que emplean con toda propiedad y precisión son los de ‘explotación’ y de ‘rentabilidad’, porque de eso se trata la minería a cielo abierto: de toneladas de explosivos que se usan a diario para reventar montañas enteras y transformarlas en barros químicos de los que finalmente ‘extraen’ de manera ‘rentable’ (obteniendo un beneficio financiero superior a las erogaciones ocasionadas por el pago de los insumos y procesos empleados en la extracción, dadas las condiciones internacionales de su cotización y comercialización) los minerales que les interesan –a quienes lucran con ello-.

Al afirmar que ‘la minería’ es necesaria para la vida, el discurso minero pone un ‘particular’ (un determinado tipo de explotación minera) en el lugar del ‘universal’ (los recursos mineros y sus propiedades naturales como satisfactores de necesidades vitales y ecológicas). Más aún, al afirmar que son ‘necesarios’, se pretende plantear que

su aceptación está fuera de toda discusión: la minería es inevitable porque la ‘necesitamos’.

El hecho de que los seres humanos necesitemos de minerales para sostener nuestra vida, no hace a la minería contemporánea inevitable, ni justifica la destrucción ambiental que implica. Cuando cuestionamos la minería actual, no estamos negando que necesitamos minerales para vivir, sino estamos cuestionando el tipo de minería que se practica actualmente.

Afirmamos que, dadas las condiciones sociopolíticas, económicas y tecnológicas bajo las que se desempeña, el modelo de explotación minera vigente no sólo no es ni ‘inevitable’, ni ‘responsable’, ni ‘sostenible’, sino que constituye una de las prácticas de destrucción ambiental más perversa y dañina dentro del conjunto de prácticas productivas contemporáneas, lo cual ya es mucho decir.

El uso irracional de recursos vitales (hídricos y energéticos), las cantidades de agua y energía que se consumen en el proceso extractivo, la destrucción de suelo, flora, fauna, biodiversidad, fuentes de agua, paisaje, etc., las magnitudes de los desechos y residuos peligrosos de larga duración y los focos de contaminación –muchas veces a perpetuidad- que genera en sus distintas etapas el ‘proceso minero’, hacen de la minería metalífera contemporánea una actividad que daña irreversiblemente fuentes naturales de vida, ya en el presente y más todavía, en el futuro.

Si queremos, seriamente y de manera razonable, hablar de ‘minería responsable’, tenemos que empezar por distinguir minería de minerales y plantear la discusión en términos de ‘necesidades vitales’ y no de ‘rentabilidad’.

Es preciso preguntarse qué minerales realmente ‘necesitamos’ para la vida, cuáles no son tan ‘necesarios’ y cuáles son absolutamente prescindentes; cuánto de cada mineral precisamos y para qué, qué usos sociales son justificables y cuáles no; cómo los extraemos, a través de qué tecnología y qué impacto ambiental tiene la misma; cómo se distribuyen los costos y riesgos ambientales entre sociedades (las que tienen las reservas minerales y las que los consumen); cómo se distribuyen los recursos mineros a nivel local y a nivel mundial y, no por último, en función de qué se asignan ‘beneficios’ económicos a los distintos actores y sectores sociales involucrados en el uso y explotación de los minerales: cómo se distribuyen esos ‘beneficios’ entre los distintos sectores, actores, sociedades y generaciones.

Cuando nos hacemos esta pregunta, la aparentemente ‘ridícula’ frase que identifica al movimiento de resistencia a la minería a gran escala en nuestro país y en nuestra región latinoamericana, “el agua vale más que el oro”, emerge con toda la contundencia de una verdad implacable: ‘sin agua no podemos vivir, sin oro sí’.

Explicitar la distinción entre lo ‘necesario para vivir’ y lo ‘rentable’ nos llevaría a ocuparnos de los extravíos de la economía política moderna. Responder a las habituales acusaciones de que nuestro movimiento, al rechazar la minería contemporánea, ‘pretende volver a épocas pastoriles y primitivas’ implica adentrarnos en el vasto campo de la geopolítica del conocimiento y la colonialidad del pensamiento dominante.

Lo dejamos para la próxima.

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